Hace cuatro días que tengo 30 años y me acabo de dar cuenta que he caído en la estúpida trampa de contar los años y ponerme triste cuando estreno una década nueva.
"....pero Alicia se había acostumbrado de tal modo a que le ocurrieran cosas extraordinarias que le pareció una tontería que la vida siguiera siendo normal."
30 de maig 2008
17 de maig 2008
Truman Capote: la mariposa entre las flores
MANUEL VICENT 17/05/2008
Tengo más o menos la altura de una escopeta y soy igual de estrepitoso" -así se describió Truman Capote y no creo que haya una definición más certera. En todo caso se trataba de una escopeta, que sólo disparaba cartuchos de sal en el trasero de las celebridades en las fiestas locas de Manhattan, donde la inteligencia frívola y mordaz era un don muy apreciado. "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio". Venía socialmente de muy abajo y tal vez pensó que llegaría a la cumbre seduciendo a los famosos con el ingenio vengador que brotaba con mucha naturalidad de su lengua venenosa, pero hubo un momento en que descubrió el rostro de la verdadera maldad y esta mariposa dio por terminado su baile entre las flores.
Nació en Nueva Orleans en 1924 y la madre, recién divorciada y ya un poco borracha, cedió al niño al cuidado de los abuelos y después al de unos primos de Monroeville de Alabama, pero el marido de su segundo matrimonio, un cubano llamado Joe Capote, lo adoptó, le dio el apellido y se lo llevó con su madre a Nueva York, donde el adolescente descubrió muy pronto que era raro, guapo, pequeño y divertido y convirtió cada uno de estos adjetivos en un arma. La mariposa sobrevoló varios colegios, unos episcopalianos y otros militares, hasta que consiguió graduarse en el Franklin School, un instituto privado del West Side de Manhattan.
Durante el último curso era ya ayudante del corrector de pruebas en The New Yorker. Aquel jovenzuelo débil y adorable cargó la propia escopeta y comenzó a mandar relatos cortos a las revistas femeninas Mademoiselle y Harper's Bazaar, por donde pasaron otros, como él, que también fueron grandes. Tenía estilo. Amaba las palabras bien colocadas. Ante la evidencia de su talento la editorial Random House le tentó con un dinero por adelantado para que se midiera ante una novela. Tenía entonces 22 años. Se puso a escribirla durante unas vacaciones en la residencia veraniega de artistas, escritores y músicos de Yaddo, en el Estado de Nueva York. Todo el limo cenagoso de su infancia poblado de personajes arrumbados por la suerte emergió a la superficie. En aquella residencia de verano, mientras el joven Capote hurgaba en la memoria pantanosa de un niño que se descubre homosexual, enamoró al catedrático de literatura Newton Arvin, con el que convivió una larga temporada. La novela Otras voces, otros ámbitos le llevó a una fama repentina. Fue su primera forma de flagelarse, un rito que ya no abandonaría nunca.
La necesidad de huir de sí mismo le impulsó a viajar a Europa; la necesidad de no renunciar al propio deslumbramiento le forzaba a volver siempre a las fiestas de Nueva York para quemarse las alas junto a sus criaturas. En su explosión feliz de los años cincuenta, pese a tantos golpes, un peso interior lo mantenía siempre en pie como un muñeco tentetieso y en aquella época no había lugar de moda que no estuviera asimilado al nombre de Truman Capote. Con el que sería su novio oficial hasta el final de sus días, Jack Dunphy, también escritor, se extasió entre los geranios de Taormina, en las fiestas de Roma, de París, en la nieve de Saint-Moritz, en la Costa Azul, en Ischia y Capri, en Positano, en los turbios almohadones de Tánger, siempre rodeado de personajes desenfadados, hasta alcanzar la otra cara del alcohol y de los barbitúricos. La mariposa fue atraída también por la fascinación del cine. Escribió el guión de Stazione Termini, que dirigió Vittorio de Sica. Hacía reportajes, crónicas de viajes y entrevistas de alta sociedad. Sobrevolaba todas las flores sin decepcionar nunca a quienes esperaban de él una salida malvada e ingeniosa. Con un talento achampañado, como si nunca hubiera dejado de desayunar con diamantes en Tiffany's, su estilo fluía con la eufonía perfecta de las palabras justas que se iban ondulando a lo largo de cada frase. Truman Capote parecía ignorar que debajo de su propia vida se hallaban las podridas entradas de la sociedad.
Un día la maldad absoluta vino a su encuentro cuando se hallaba con un martini en la mano. En The New York Times leyó que en Kansas una familia de granjeros, los Cutter, había sido asesinada con un extraño y metódico satanismo. Capote dejó a un lado la copa y recortó con unas tijeras aquella noticia. Algo le sacudió por dentro. Se acabaron las fiestas, el mundo dejaba de ser divertido. Propuso a la revista The New Yorker escribir una historia por entregas con los pormenores de aquel asesinato. Como un corresponsal en el infierno viajó a Kansas con su amiga Harper Lee y usando los recursos literarios de la ficción describió todos los detalles del crimen, el ambiente, los policías, los vecinos, los testigos y cuando los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, fueron detenidos, su interés por escarbarlos hasta el fondo de su alma se convirtió en una obsesión. Aquellas criaturas eran mucho más excitantes que las celebridades de Nueva York y ahora estaban a disposición de su talento. Truman Capote se refugió con su amigo en la Costa Brava, primero en Palamós y después en Platja d'Aro, con intervalos en Suiza, y allí la mariposa se convirtió en oruga para hilar de nuevo este capullo de sangre.
En ese momento ya era un drogadicto sin retorno. Había terminado la parodia de felicidad que se había empeñado en representar con su propio látigo. Ahora trataba de salvarse del inminente abismo mediante aquella historia. La publicación de A sangre fría se inició por capítulos en The New Yorker y en un punto de la trama la compasión por los asesinos y la necesidad del éxito en la novela entraron en colisión. Semejante tortura moral no pudo solventarla sino con más alcohol y más pastillas. Si Cristo en lugar de ser crucificado hubiera sido condenado a doce años y un día el asunto hubiera carecido de interés y no habría existido la Iglesia. Necesitaba que los asesinos fueran llevados al patíbulo para que la novela se pudiera salvar. Durante las visitas se había enamorado de uno de los reos. Te amo, pero deberás morir, para que yo triunfe como escritor, pensó mientras le daba un beso en la boca de despedida. Con este deseo tan estético puso de relieve la maldad que existe a veces en el fondo de la belleza.
Cuando la pareja de asesinos cayó en el foso con la soga al cuello Capote estaba allí entre los invitados sin saber que también él se hallaba ya en el corredor de la muerte. La novela A sangre fría fue un éxito mundial. Para celebrarlo el escritor obligó a todos los famosos de Nueva York a vestirse de blanco y negro para asistir a la fiesta que dio en el hotel Plaza. Allí aquel niño desamparado de Nueva Orleans llegó a la cima. Después quiso vengarse de sí mismo y de sus propias criaturas. Trató de seguir jugando para convertir en alta literatura los chismes con los que las divertía, pero ellas le dieron la espalda y la mariposa comenzó a sumergirse en el alcohol y a sobrevolar toda suerte de pastillas. Al final, en agosto de 1984, a los 60 años, en Los Ángeles, la muerte fue la última de las plegarias que le había sido atendida.
3 de maig 2008
JOHN BANVILLE
“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.
La de Banville no fue una vocación tardía. “Hacia los 12 años fui consciente de que lo mío era el lenguaje. Es el momento en que percibimos cómo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabría vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para mí si no está expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: está continuamente traduciendo la realidad en palabras”.
El periodista, interpelado, se defiende como puede.
—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.
—Ya —ríe Banville—. Ésa es la ilusión con la que se protege.
—Usted ha sido periodista y sabe que tengo razón.
—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, críticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo después en 400 palabras. ¿Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficción, pero necesita un esfuerzo de imaginación. Yo tendría dificultades para hacer eso. Vería el cadáver de una anciana y pensaría en que, seguramente, tenía un gato. ¿Habría muerto el gato? ¿Habría escapado? Quedaría atrapado en los detalles.
Fragmento de la entrevista de Enric González DUBLIN NEGRO.
Babelia 3/05/08
2 de maig 2008
El portero le indicó con el dedo las escaleras observándole con inseguridad y asombro. "Segundo piso", mientras Pajares ya se agarraba con brío a la barandilla. Como en las películas, fui tras él sin saber bien porqué. Saludé al portero y le mostré uno de los sobres certificados que debía entregar unas manzanas más allá y que me sirvió como pasaporte hacía las escaleras y hacia la estela de aquel Pajares disfrazado. Subimos las dos plantas a buena velocidad. Se detuvo frente a una puerta con acabados dorados. Una placa indicaba que detrás de las bisagras se escondía un bufet de abogados.
Llama a la puerta, ésta se abre y sin tiempo de reacción el hombre del bigote dispara en la cara de la joven que le recibía. Se adentra en el pasillo y comienza a accionar el gatillo de su arma. Alcanza a dos hombres en la cabeza. Caen y de la parte trasera de sus craneos se extiende, con calma, la sangre de un rojo espeso. Pajares continúa su recorrido aleatorio disparando a todo aquel que se le pone delante. Yo le sigo de cerca y a cada rugido del cañón me siento más cautivado, perdiendo de vista lo que realmente está pasando y sintiéndome submergido en esa ficción gangsteriana que se representa para mi esta mañana. Pajares dispara sin descanso y los gritos de las víctimas me parecen molestos arañazos que desgarran la tela de un óleo casi perfecto.
Acaba con todos y cada uno de los miembros del bufet. Se detiene. En ese momento se percata de mi presencia. Sabe que alguien le ha seguido durante toda la carnicería pero lo ha obviado. Quizá él sentía mi presencia como antaño había notado el objetivo de la cámara persiguiéndole en busca de una gloria en 35mm. Se vuelve y me mira de una manera muy inocente. Noto que la piel de mi cara se ha endurecido y que mi barba es como papel de lija. "Vámonos Andrés. Esto se va a llenar de policía en un minuto". Guarda el arma en un bolsillo de su gabardina. Sale corriendo y me acaricia el brazo al pasar por mi lado. El bufet está lleno de cadáveres y silencio. A lo lejos se oyen las primeras sirenas. Sigo, una vez más, los pasos de Pajares escaleras abajo.